El engaño judío del cristianismo


Lo que sigue es un extracto de "La Biblia del Hombre Blanco" (The White Man's Bible) de Ben Klassen:

CONFESIONES DE UN JUDÍO- LAS DEVASTADORAS RAMIFICACIONES DE PABLO DE TARSO Y EL CRISTIANISMO EN LA DESTRUCCIÓN DE LA CIVILIZACION ROMANA
Lo que sigue fue escrito por Marcus Eli Ravage, escritor judío (1884-1965). Apareció en la desaparecida revista Century Magazine en el número de febrero de 1928. Es tan claro, tan directo, y sus implicaciones de tan largo alcance, que el desastre total, tan explícitamente explicado aquí, escapa por completo al confundido cristiano blanco promedio. He aquí el título y el texto del artículo de Ravage: UN CASO REAL CONTRA LOS JUDÍOS.

Claro que estás resentido con nosotros. Es inútil que me digas que no. Así que no perdamos tiempo en negaciones y coartadas. Tú sabes que sí, y yo lo sé, y nos entendemos. Por supuesto, algunos de tus mejores amigos son judíos, y todo eso. He oído eso antes una o dos veces, creo. Y sé, también, que no me incluyen a mí personalmente - "yo" siendo un judío en particular- cuando nos atacan a su manera, porque soy, bueno, tan diferente, casi tan bueno como uno de ustedes. Esa pequeña exención, de alguna manera, no me mueve a la gratitud; pero no importa eso ahora. Son los agresivos, los trepadores, los que empujan, los materialistas, los que te desagradan, los que, en una palabra, te recuerdan tanto a tus propios hermanos prometedores. Nos entendemos perfectamente. No te guardo rencor.

Bendita sea mi alma, no culpo a nadie por no querer a nadie. Lo que me intriga de este asunto del antijudaísmo, tal como juegas a él, es tu total falta de agallas. Eres tan indirecto con ello, pones excusas tan transparentes, pareces sufrir de una autoconciencia tan horrible, que si la actuación no fuera grotesca, sería irritante.

No es que sean aficionados: llevan en esto más de quince siglos. Sin embargo, al observarlos y escuchando sus pretextos infantiles, uno podría tener la impresión de que ustedes mismos no saben de qué se trata todo esto. Estan resentidos, pero no saben decir claramente por qué. Cada dos días se les ocurre una nueva excusa -una razón es como la llaman-. Llevan cientos de años amontonando justificaciones para ustedes mismos y cada nueva invención es más risible que la anterior y cada nueva excusa contradice y aniquila a la anterior. No hace muchos años solía oír que éramos unos avaros y unos materialistas comerciales; ahora se murmura por ahí la queja de que ningún arte y ninguna profesión están a salvo de la invasión judía. Somos, si se nos cree, a la vez clánicos y exclusivos e inasimilables porque no nos casaremos con ustedes, y también somos trepadores y empujadores y una amenaza para su integridad racial.

Nuestro nivel de vida es tan bajo que creamos vuestras barriadas e industrias del sudor, y tan alto que los expulsamos de sus mejores zonas residenciales. Eludimos nuestro deber patriótico en tiempos de guerra porque somos pacifistas por naturaleza y tradición, y somos los archi-planificadores de las guerras universales y los principales beneficiarios de esas guerras (ver "Los Protocolos de los Sabios de Sion").

Somos a la vez los fundadores y principales partidarios del capitalismo y los principales autores de la rebelión contra el capitalismo. Sin duda, ¡la historia no tiene nada como nosotros para la versatilidad! Y casi se me olvida la razón de las razones. Somos el pueblo rígido que nunca aceptó el cristianismo, y somos el pueblo criminal que crucificó a su fundador.

Pero yo les digo que se engañan a ustedes mismos. No tienen ni el conocimiento de ustedes mismos ni la entereza para enfrentarse a los hechos y admitir la verdad. Están resentidos con los judíos no porque, como algunos de ustedes parecen pensar, crucificamos a Jesús, sino porque le dimos a luz. Su verdadera disputa con nosotros no es que hayamos rechazado el cristianismo, sino que se los hemos impuesto. Sus flojas y contradictorias acusaciones contra nosotros no tienen nada que envidiar a la negrura de nuestra probada ofensa histórica. Nos acusan de provocar la revolución en Moscú. Supongamos que admitimos la acusación. ¿Y qué? Comparado con lo que Pablo el judío de Tarso logró en Roma, el levantamiento ruso es una mera pelea callejera. Usted hace mucho ruido y furia sobre la indebida influencia judía en sus teatros y cines. Muy bien; es cierto que su queja tiene fundamento. Pero, ¿qué es eso comparado con nuestra asombrosa influencia en sus iglesias, sus escuelas, sus leyes y gobiernos, y en los mismos pensamientos que tienen cada día? Un torpe ruso falsifica una serie de documentos y los publica en un libro llamado "Los Protocolos de los Sabios de Sión", que demuestra que conspiramos para provocar la última Guerra Mundial. Usted cree en ese libro. De acuerdo. Por el bien del argumento vamos a suscribir cada palabra de él. Es genuino y auténtico. Pero, ¿qué es eso aparte de la incuestionable conspiración histórica que hemos llevado a cabo, que nunca hemos negado porque ustedes nunca han tenido el valor de acusarnos de ello, y de la que existe el registro completo para que cualquiera pueda leerlo?

Si realmente habla en serio cuando habla de complots judíos, ¿no podría dirigir su atención a uno del que valga la pena hablar? ¿De qué sirve gastar palabras en el supuesto control de su opinión pública por parte de financieros, propietarios de periódicos y magnates del cine judíos, cuando bien podría acusarnos justamente del probado control de toda su civilización por parte de los Evangelios judíos?

Usted no ha comenzado a apreciar la verdadera profundidad de nuestra culpa. Somos intrusos. Somos perturbadores. Somos subversores. Hemos tomado su mundo natural, sus ideales, su destino, y hemos hecho estragos con ellos. Hemos estado en el origen no sólo de la última Gran Guerra, sino de casi todas sus guerras, no sólo de la revolución rusa, sino de todas las demás grandes revoluciones de la historia. Hemos traído discordia, confusión y frustración a su vida personal y pública. Y seguimos haciéndolo. Nadie puede decir cuánto tiempo seguiremos haciéndolo. Miren un poco hacia atrás y vean lo que ha ocurrido. Hace mil novecientos años eran una raza inocente, despreocupada y pagana. Veneraban a innumerables dioses y diosas, a los espíritus del aire, de los arroyos y de los bosques. Se enorgullecian sin rubor de la gloria de sus cuerpos desnudos. Esculpían imágenes de sus dioses y de la tentadora figura humana. Se deleitában en los combates del campo, la arena y el campo de batalla. La guerra y la esclavitud eran instituciones fijas en sus sistemas. Se divertían en las laderas de las colinas y en los valles al aire libre, especulában sobre la maravilla y el misterio de la vida y sentaban las bases de la ciencia natural y la filosofía. La suya era una cultura noble y sensual, a la que no molestaban las punzadas de la conciencia social ni los cuestionamientos sentimentales sobre la igualdad humana.

Quién sabe qué gran y glorioso destino podría haber sido el suyo si los hubiéramos dejado solos. Pero no los dejamos solos. Los tomamos en nuestras manos y derribamos la hermosa y generosa estructura que habían levantado, y cambiamos todo el curso de su historia. Los conquistamos como ningún imperio de los suyos había subyugado jamás a África o Asia. Y lo hicimos todo sin ejércitos, sin balas, sin sangre ni tumultos, sin fuerza de ningún tipo. Lo hicimos únicamente con la irresistible fuerza de nuestro espíritu, con ideas, con propaganda. Los hicimos portadores voluntarios e inconscientes de nuestra misión para el mundo entero, para las razas bárbaras de la tierra, para las innumerables generaciones por nacer. Sin comprender del todo lo que les estábamos haciendo, se convertieron en los agentes en libertad de nuestra tradición racial, llevando nuestro evangelio a los confines inexplorados de la tierra. Nuestras costumbres tribales se han convertido en el núcleo de su código moral. Nuestras leyes tribales han proporcionado los cimientos básicos de todas sus augustas constituciones y sistemas legales. Nuestras leyendas y cuentos populares son el saber sagrado que cantan a sus niños. Nuestros poetas han llenado sus himnarios y sus libros de oraciones. Nuestra historia nacional se ha convertido en una parte indispensable de sus pastores, sacerdotes y eruditos. Nuestros reyes, estadistas, profetas y guerreros son sus héroes. Nuestro pequeño y antiguo país es su Tierra Santa. Nuestra literatura nacional es su Santa Biblia. Lo que nuestro pueblo pensó y enseñó se ha entretejido  en su propio discurso y tradición, hasta que nadie entre ustedes puede llamarse educado que no esté familiarizado con nuestra herencia racial. Los artesanos judíos y los pescadores judíos son sus maestros y santos, con innumerables estatuas esculpidas a su imagen e innumerables catedrales erigidas a su memoria. Una doncella judía es su ideal de maternidad y feminidad. Un profeta rebelde judío es la figura central de su culto religioso. Hemos derribado a sus ídolos, desechado su herencia racial y los hemos sustituido por nuestro Dios y nuestras tradiciones. Ninguna conquista en la historia puede ni remotamente compararse con este barrido limpio de nuestra conquista sobre ustedes.

¿Cómo lo hemos conseguido? Casi por accidente. Hace casi dos mil años, en la lejana Palestina, nuestra religión había caído en la decadencia y el materialismo. Los mercaderes estaban en posesión del templo. Sacerdotes degenerados y egoístas multaban a nuestro pueblo y engordaban. Entonces surgió un joven patriota idealista y recorrió el país llamando a un renacimiento de la fe. No pensaba en fundar una nueva iglesia. Como todos los profetas que le precedieron, su único objetivo era purificar y revitalizar el viejo credo. Atacó a los sacerdotes y expulsó a los mercaderes del templo. Esto le enfrentó al orden establecido y a sus pilares. Las autoridades romanas, que ocupaban el país, temiendo que su agitación revolucionaria fuera un esfuerzo político para derrocárlas, lo arrestaron, lo juzgaron y lo condenaron a muerte por crucifixión, una forma común de ejecución en aquella época.

Los seguidores de Jesús de Nazaret, en su mayoría esclavos y trabajadores pobres, en su duelo y decepción, se apartaron del mundo y formaron una hermandad de pacifistas no resistentes, compartiendo la memoria de su líder crucificado y viviendo juntos comunitariamente. No eran más que una nueva secta en Judea, sin poder ni consecuencias, ni la primera ni la última. Sólo después de la destrucción de Jerusalén por los romanos cobró importancia el nuevo credo. Entonces un judío patriota llamado Pablo o Saulo concibió la idea de humillar al poder romano destruyendo la moral de sus soldados con las doctrinas de amor y no resistencia predicadas por la pequeña secta de cristianos judíos. Se convirtió en el Apóstol de los Gentiles, él que hasta entonces había sido uno de los más activos perseguidores de la banda. Y tan bien hizo Pablo su trabajo que en cuatro siglos el gran imperio que había subyugado a Palestina junto con la mitad del mundo, era un montón de ruinas. Y la ley que salió de Sión se convirtió en la religión oficial de Roma.

Este fue el comienzo de nuestro dominio en su mundo. Pero fue sólo el principio. Desde entonces, su historia es poco más que una lucha por el dominio entre el viejo espíritu pagano y nuestro espíritu judío. La mitad de las guerras, grandes y pequeñas, son guerras religiosas, luchadas por la interpretación de una cosa u otra de nuestras enseñanzas. Apenas Se liberaron de su primitiva simplicidad religiosa e intentaron la práctica del saber pagano romano, Lutero, armado con nuestros evangelios, se levantó para derrotarlos y volver a consagrar nuestra herencia. Tomemos las tres principales revoluciones de los tiempos modernos: la francesa, la americana y la rusa. ¿Qué son sino el triunfo de la idea judía de justicia social, política y económica? Y aún falta mucho para el final. Todavía los dominamos. En este mismo momento sus iglesias están desgarradas por una guerra civil entre fundamentalistas y modernistas, es decir, entre los que se aferran literalmente a nuestras enseñanzas y tradiciones y los que se esfuerzan a pasos lentos por desposeérnos. En Dayton, Tennessee, una comunidad educada en la Biblia prohíbe la enseñanza de su ciencia porque entra en conflicto con nuestro antiguo relato judío del origen de la vida; y el Sr. Bryan, líder del Ku Klux Klan antijudío en la Convención Nacional Demócrata, hace la lucha suprema de su vida en nuestro nombre, sin darse cuenta de la contradicción. Una y otra vez la herencia puritana de Judea irrumpe en oleadas de censura escénica, leyes dominicales azules y leyes nacionales de prohibición. Y mientras suceden estas cosas, ustedes hablan de la influencia judía en el cine.

¿No es de extrañar que estén resentidos con nosotros? Hemos obstaculizado su progreso. Les hemos impuesto un libro extraño y una fe extraña que no puedes tragar ni digerir, que se opone a su espíritu nativo, que les mantiene eternamente incómodos para rechazar o aceptar en su totalidad. En su totalidad, por supuesto, nunca han aceptado nuestras enseñanzas cristianas. En sus corazones siguen siendo paganos. Aún aman la guerra, las imágenes esculpidas y las luchas. Aún les enorgullece la gloria de la figura humana desnuda. Su conciencia social, a pesar de toda la democracia y de todas sus revoluciones sociales, sigue siendo lamentablemente imperfecta. No hemos hecho más que dividir su alma, confundir sus impulsos, paralizar sus deseos. En medio de la batalla se ven obligados a arrodillarse ante aquel que les ordenó poner la otra mejilla, que dijo "No resistan al mal" y "Bienaventurados los pacificadores". En su afán de lucro, de repente les perturba un recuerdo de sus días de escuela dominical. En sus luchas industriales, cuando podrían aplastar una huelga sin remordimientos, de repente recuerdan que los pobres son bienaventurados y que los hombres son hermanos en la paternidad del Señor. Y cuando están a punto de ceder a la tentación, su formación judía les pone una mano disuasoria en el hombro y les quita la copa rebosante de los labios.

Los cristianos nunca los han cristianizado. Hasta ese punto hemos fracasado con ustedes. Pero les hemos estropeado para siempre la diversión del paganismo. Entonces, ¿por qué no deberían estar resentidos con nosotros? Si estuviéramos en su lugar, probablemente les desagradariamos más cordialmente que ustedes a nosotros. Pero no deberíamos tener reparos en decirles por qué. No deberíamos recurrir a evasivas y pretextos transparentes. Con millones de comerciantes judíos dolorosamente respetables a nuestro alrededor no deberíamos insultar su inteligencia y nuestra propia honestidad hablando del comunismo como una filosofía judía. Y con millones de impecables vendedores ambulantes y obreros judíos que trabajan duro, no deberíamos hacer el ridículo hablando del capitalismo internacional como un monopolio judío. No, deberíamos ir directamente al grano. Deberíamos contemplar este embrollo confuso e ineficaz que llamamos civilización, esta mezcolanza mitad cristiana mitad pagana, y -si estuviéramos en el lugar inverso- deberíamos decírte sin rodeos: "Por este problema, gracias a ti, a tus profetas y a tu Biblia".




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